La Casa de Katherine
Sólo estuve ahí un par de veces, suficientes para jamás olvidar aquel lugar de película.
1. San Valentín siempre puede ponerse peor
En sus años como universitaria, recuerdo a Katherine como una estudiante popular, y a la vez, contradictoriamente solitaria. Ella también estudiaba Comunicación, pero como iba adelantada un par de semestres nunca coincidimos en ninguna clase, sin embargo, era amiga de un compañero de mi generación, y gracias a eso fue que comencé a hablarle. Aun así, el tiempo que la traté fue realmente breve.
La primera vez que fui a su casa fue un 14 de febrero de hace muchos años, día de San Valentín. Era martes. Por aquello de celebrar “la amistad” fui a comer a un Vips con algunos amigos y conocidos, entre ellos Katherine. Después fuimos a clases y el resto de la tarde transcurrió entre la anormalidad que trae un 14 de febrero a una universidad: Globos de corazón por todos lados, vendedores de rosas, peluches gigantes, mantas con declaraciones y demás cursilerías. Ya sé, me estoy desviando, se supone que este texto debería hablar de cosas sobrenaturales y hasta el momento estoy lejos de lograrlo.
Después de clases surgió el típico “y ahora qué hacemos”. Por supuesto, la mayoría de las mujeres decidieron irse a pasar el resto del día con sus novios en turno; los que quedamos, en su mayoría hombres abandonados por la vida y damnificados del amor, debatimos si nos retirábamos a nuestras respectivas casas o intentábamos alargar una tarde que al menos en el plano amoroso no pintaba nada bien.
Como el amigo de Katherine en esa época vivía con ella nos propuso ir a su casa, aceptamos de inmediato pues no teníamos nada que hacer. No recuerdo muy bien, pero según yo, entre los que fuimos iban mis amigos Ángel Vázquez, Alejandro Rueda, John “Botas” Valdez, creo que Isaac Rocha, así como Fernanda y Erika alias “Yoshi”. Yo ni ganas tenía de ir, pero al final acudí con la esperanza de que mi 14 de febrero fuera un poquito menos pinche.
Si ustedes, queridos amigos, han tenido el estoicismo -o masoquismo- suficiente para seguir leyendo, se preguntaran dónde está lo bueno de este relato. Les pido que no abandonen la lectura porque ya viene lo interesante (bueno, ni tanto).
2. El arte sacro nunca me gustó
El centro de Tlalpan es un antiguo barrio estilo colonial ubicado al sur de la Ciudad de México, compuesto por calles empedradas, grandes casas construidas con madera y piedra, una plazoleta con una iglesia barroca, así como bares y cantinas tradicionales. Justo en esa zona, más provinciana que metropolitana, estaba ubicada la casa de Katherine. Comenzaba a caer la noche cuando llegamos, además soplaba un fuerte viento y los relámpagos iluminaban el cielo.
La fachada de la casa era de color lila (creo) y tenía una gran puerta de madera. Al entrar lo primero que nos encontramos fue un inmenso garaje, justo cuando lo atravesábamos para llegar a la recepción de la vivienda el cielo se iluminó de azul, el potente sonido de un trueno invadió el silencio y todo quedó en tinieblas.
Quiero creer que el apagón se debió a una falla eléctrica provocada por las ráfagas del viento, pero nadie me quita la sensación tan extraña que tuve al entrar en aquella vivienda. “Tensión”, no hay otra forma de llamarle a esa sensación de frío gélido que recorrió mi espina dorsal en cuanto me adentré en ese hogar. Llegamos a la sala de estar donde nos topamos con dos personas, cada una sosteniendo una vela en sus manos. Se trataba de Katherine y su mamá, quienes amablemente nos invitaron a tomar asiento.
Le pidieron a la muchacha de servicio que trajera otro par de velas, y nos ofrecieron botanas, refrescos y cervezas. Mientras tanto, la sensación de ‘no comodidad’ seguía presente. Una especie de hueco en las tripas me molestaba y hacía que definitivamente no me la estuviera pasando bien. Sin tener motivo me sentía preocupado y hasta deprimido. Cuando intentaba convencerme de que todo ese malestar no tenía razón de ser, colocaron una de las velas en la mesa de centro y su luz nos reveló un entorno surrealista: Todas las paredes estaban llenas de imágenes de ángeles y santos de diferentes tamaños que en medio de las sombras lucían tétricos. Algunos de estos cuadros mostraban a personajes con miradas perturbadoras y/o sufriendo.
No sólo aquellas pinturas, que seguramente superaban las cien, cubrían los muros, también había otros objetos de arte sacro como crucifijos, rosarios, palmas, figuritas de vírgenes, apóstoles y más y más santos; además de un Cádiz, que en conjunto hacían imposible encontrar más de un metro cuadrado de pared desnuda. Por todos lados había recipientes de cristal con sustancias y polvos irreconocibles, además de varios cirios, de esos que crecen en forma espiral y que, se dice, alejan a los malos espíritus.
Tratando de ocultar mi creciente intranquilidad, miré de reojo a mis amigos. Me tropecé con la misma cara nerviosa que seguramente yo proyectaba. Definitivamente, aquello parecía todo, menos día de San Valentín (cuya imagen, no dudo, debería de estar colgada por ahí).
3. No mires los espejos
La plática comenzó sin algún tema en específico.
- Y la luz que no vuelve, para mí que nos van a empezar a espantar. Comenté en plan de broma.
- No te creas hijo. No sería nada raro. Respondió la mamá de Katherine.
Entonces entramos de lleno en el tema de lo sobrenatural. No sé si era porque once días antes había muerto mi papá y estaba sensible al tema, pero el ambiente se volvió aún más pesado. Katherine y su mamá nos dijeron que en aquella casa siempre ocurrían cosas extrañas. De acuerdo a la historia que nos contaron, la vivienda fue comprada por los abuelos de Katherine y según vecinos del lugar, a principios del siglo pasado, durante la Revolución, en aquella zona hubo muchos hechos violentos y algunas muertes. Otra versión es que los antiguos dueños de esa casa realizaban ritos de santería.
Desde entonces la casa quedó “tocada” por vibras extrañas, mismas que con el tiempo fueron intensificándose y que encontraron escape cuando un familiar llevó una tabla Ouija y se puso a jugar en el interior. Dio inició así el calvario para la familia de Katherine. Como si nos hablara de cualquier cosa, su mamá narró algunos de los muchos hechos sobrenaturales que habían ocurrido en la vivienda. Nos contó que al anochecer era común que se fuera la luz (imagínense, sudé frío en cuanto escuché esto), o que los aparatos electrónicos se prendían y movían de su sitio sin motivo alguno. Y eso era lo de menos comparado con las personas que “habitaban detrás de los espejos”, y que uno podía observar al verse en su reflejo.
También decían que en el corredor que llevaba a las habitaciones ocasionalmente se aparecía un hombre harapiento que flotaba porque no tenía pies. Mi espanto llegó al máximo cuando Katherine nos contó sobre la ocasión en la que vio a una especie de soldado… sin cabeza.
Por años la familia de Katherine vivió bajó la amenaza de estas fuerzas “sobrenaturales”. Charlatanes fueron y vinieron de la casa sin que hubiera resultados satisfactorios. Finalmente, una conocida les recomendó a una curandera de magia blanca que a diario iba a la propiedad a rezar y a realizar rituales extraños. Además, le pidió a los habitantes que se acercaran a Dios, que llenarán la casa de imágenes de santos bendecidas y pusiera la mayor cantidad de Cirios de Ángel en jarrones con agua bendita.
Un par de años duró aquella batalla invisible. Los extraños acontecimientos y apariciones se fueron volviendo más y más esporádicos conformé la casa se iba llenando de figuras sacras.
- Desde hace dos o tres años ya no ha vuelto a ocurrir nada en esta casa, volvió la paz. ¿A poco no se siente una gran paz? Concluyó la Mamá de Katherine.
Para ser honestos yo no sentía esa paz, al contrario, pero al menos era tranquilizador saber que desde hace mucho no pasaba nada en aquel sitio. Katherine se retiró a su habitación para arreglarse, pues ella sí tenía con quién pasar el 14 de febrero (no como nosotros, que nada más fuimos a hacer el ridículo a esa casa ex embrujada). A nosotros nos dejó conversando con su mamá, que fuera del miedo que nos metió con sus historias, me pareció una señora de trato agradable y una buena anfitriona.
4. Por esto dejé de tomar
Y entonces, para mi mala suerte la cerveza que estaba tomado comenzó a hacer efecto y me vi en la necesidad de ir al baño. Al principio creí que podría aguantarme, pero las ganas eran tantas que decidí (esperando que no fuera muy lejos) preguntar dónde estaba el baño. La respuesta me dejó helado: “el baño está bajando esas escaleras de allá, hasta el fondo del pasillo”; “¿el corredor donde se aparecía el hombre que flotaba?”, pregunté con muy poco tacto y cero educación; “ese mismo”, me dijo. Hubiera jurado que una sonrisita entre burlona y divertida se asomó en los labios de la dueña de la casa.
A partir de aquí, para una bonita experiencia multimedia, pueden seguir leyendo el resto del texto con esta hermosa melodía de fondo:
De nada me sirvió decir que ya no tenía ganas de ir al baño, todos me decían que fuera, que no podían creer que fuera un miedoso (eso sí, nadie se ofreció a acompañarme).
Terminé por ir solo. Iluminando mi andar con una velita sentía que con cada paso me internaba en un mundo de oscuridad y frío, mucho frío. Llegué al corredor rezando en voz baja un “Padre Nuestro”, pues es en estos casos es cuando uno se acuerda de Dios. Ya no me importaba parecer mariquita, sino llegar al baño, hacer lo que tenía que hacer y regresar sin que me diera un paro cardiaco en el trayecto.
En el baño las cosas no fueron más fáciles. Dejé la vela en el lavamanos mientras mi cuerpo cumplía la función corporal que lo había llevado hasta ahí. No sé cuánto tardé, pero el tiempo que pasé esperando a que el chorrito espumoso terminara de salir me pareció eterno. Justo estaba a punto de lavarme las manos cuando me di cuenta que frente a mí tenía un espejo. En un esfuerzo desesperado por agarrar la vela sin mirar al cristal (no fuera a ser que a uno de esos “seres detrás del espejo” se le ocurriera hacer su aparición justo en ese momento) moví bruscamente la flama y esta se apagó. Me quedé en tinieblas. En un instante, todas las historias que nos contaron Katherine y su mamá pasaron por mi mente, infundiéndome un miedo que pocas veces he sentido.
Ya no me importó nada más. Dejé la vela ahí y salí sin lavarme las manos (sí, qué asco, pero en esos casos la higiene es lo que menos importa). Corrí como nunca en la vida hasta llegar a la sala. Obviamente, al encontrarme con los demás actué como si no me hubiera pasado nada, aunque estoy seguro que mi rostro pálido y el sudor frío delataron mi miedo.
Media hora después, Katherine bajó, se despidió de nosotros y se fue. Como nuestra presencia en esa casa ya estaba de más, optamos por retirarnos cinco minutos después. Curiosamente, en cuanto salimos de la casa volvió la luz (ahora que lo pienso, lo de la falta de luz podría haber sido una estrategia para corrernos sutilmente).
Aunque nunca lo confesaron, esa noche mis amigos estuvieron igual de apanicados que yo.
Epílogo
Regresé a esa casa año y medio después. En esa ocasión no se fue la luz ni pasó nada fuera de lo normal, aUn así, con o sin apariciones ese lugar es uno de los sitios con mayor carga energética en los que he estado. La mirada de cientos de santos y ángeles nuevamente me confirmaron que en esa casa nada había dejado de ser extraño.
A Katherine no la veo desde entonces, aunque nos seguimos en redes sociales.