Esta historia comienza a principios de este año, y aunque no recuerdo exactamente el día, sí sé que fue una noche de marzo cuando me pasé la mano por la nuca y sentí lo que en ese momento pensé que era un pequeño barro indoloro en el cuero cabelludo.
Al principio quise no darle mucha importancia. Sin embargo, los días pasaron y la protuberancia no daba el menor signo de querer marcharse. Un mes después ese cuerpo extraño seguía en el mismo sitio, y lo que es peor, empezaba a notar que su tamaño aumentaba.
Y así fueron pasando los meses. Mentiría si dijera que todo el tiempo me la pasaba pensando en esa bolita que lentamente seguía creciendo; en realidad, la mayor parte del tiempo mi mente estaba enfocada en otra cosa y solo regresaba en momentos muy puntuales: cuando sin querer volvía a tocarla, cuando iba a cortarme el cabello y sentía que la máquina pasaba por esa zona o cuando apoyaba mi cabeza justo de ese lado.
Para mediados de año la protuberancia comenzó a dolerme, al grado de que al dormir debía apoyar la cabeza en la almohada de una forma especial para evitar sentir molestias. En poco tiempo el ardor se extendió al área circundante. Definitivamente esto ya no era normal. Mi hipocondría me hizo temer lo peor.
Con una triste resignación asumí que el grano no se iría y que debía tomar cartas sobre el asunto. El problema es que temía ir al doctor recibir un diagnóstico demoledor. Y es que, si bien aquella bolita podía ser cualquier cosa, mi yo catastrofista me llevaba a escenarios muy obscuros. ¿Por qué diablos yo mismo me torturaba así?
Salvo muy pocas personas que estaban al tanto de esta historia, nadie sabía el nubarrón que traía en la cabeza. Iba al trabajo, convivía con la familia y amigos, y aparentemente todo estaba bien, pero la intranquilidad siempre estaba presente.
En esa época, mientras me sumía en mi propia niebla, me sentí profundamente identificado con la letra de esta canción de Daniela Spalla, que más o menos describe cómo me sentía:
Harto de la situación, aunque muerto de miedo, visité a una dermatóloga. Luego de examinar la bolita -que ahora era del tamaño de un chícharo- me dijo que seguramente era una bola de grasa y que no creía que fuera nada maligno. No obstante, si quería que me la quitara antes, necesitaba hacerme un ultrasonido doopler que confirmara el diagnóstico.
El ultrasonido mostró que no se trataba de grasa, sino de una lesión calcificada. Con algo de temor, pues la protuberancia se ubicaba en una zona que tiende a sangrar mucho, la dermatóloga la retiró por medio de una microcirugía y por si las dudas la mandó a examinar. Por supuesto, mientras esperaba los resultados la ansiedad volvió.
Hace unas semanas finalmente me retiraron los puntos y recibí los resultados, gracias a Dios y a los cincuenta santos a los que le recé solo se trató de un quiste benigno. Y la paz volvió a mi vida. Después de meses de angustia puedo respirar tranquilo.
Ciertamente mi vida nunca estuvo en peligro, pero el miedo sí me quitó la calma durante casi todo el año, y esa fue la lección aprendida: Al miedo hay que plantarle cara, la incertidumbre paralizante siempre es mil veces peor.
Me alegro haber enfrentado mi miedo, me alegra estar bien.
“No conocerás el miedo. El miedo mata la mente. El miedo es la pequeña muerte que conduce a la destrucción total. Afrontaré mi miedo. Permitiré que pase sobre mí y a través de mí. Y cuando haya pasado giraré mi ojo interior para escrutar su camino. Allá donde haya pasado el miedo ya no habrá nada. Solo estaré yo.”
― Frank Herbert, Dune